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La Revuelta de los Repartidores

Robados, apuñalados, golpeados, con mala paga y demasiado trabajo. Ya están hartos.

1.º de septiembre, 6:30 P.M. Anthony Chávez hace entregas de cenas durante el huracán Ida. Photo: Philip Montgomery
1.º de septiembre, 6:30 P.M. Anthony Chávez hace entregas de cenas durante el huracán Ida. Photo: Philip Montgomery
1.º de septiembre, 6:30 P.M. Anthony Chávez hace entregas de cenas durante el huracán Ida. Photo: Philip Montgomery

Este reportaje es una colaboración entre New York Magazine y The Verge.

El puente de Willis Avenue, una estructura de 3,000 pies de asfalto y acero pintado de beige que conecta a Manhattan y al Bronx, es el lugar perfecto para un atraco. El angosto sendero para bicicletas a lo largo del lado oeste tiene mala iluminación; los oscuros nichos de basura regada en ambos lados son útiles para esperar al acecho. Todo el verano, repartidores de alimentos que regresan a casa después de sus turnos han sufrido el robo de sus bicicletas y han sido violentamente atacados por hombres armados con pistolas que se acercan en sus motocicletas, por asaltantes con cuchillos que saltan de los recovecos, por pandillas que bloquean el camino con bicicletas Citi Bikes y están armadas con botellas de cristal rotas.

“Una vez que estás en el puente, es otro mundo”, explicó uno de los que cruzan el puente con frecuencia.  “¿Has visto la vida silvestre con los ñus tratando de cruzar frente a cocodrilos?  Ahí están los cocodrilos. Nosotros somos los ñus tratando de pasar”.

Recientemente, los repartidores han encontrado seguridad en los números. En una húmeda noche de julio, con sus últimos pedidos para la cena ya entregados, César Solano, un delgado y serio joven de Guerrero, México, de 19 años de edad, manejó su pesada bicicleta eléctrica sobre la acera de la calle 125 y 1st Avenue, y la desmontó al pasar por debajo de un paso elevado. Al otro lado de la calle, a través de un entramado de rampas de entrada y salida, estaba la entrada al Willis, que se teje debajo de la salida del puente RFK y sobre Harlem River Drive, antes de su cruce completo sobre Harlem River. Todo lo que ocurre en el puente queda bloqueado a la vista por la autopista.

Varios trabajadores habían llegado ya. Sus faros eran la única fuente de iluminación.  César observó, con sus brazos cruzados, mientras su primo mayor, Sergio Solano, y otro trabajador ataron un banderín entre el semáforo y un poste en la esquina. Decía: ESTAMOS ALERTAS PARA PROTEGER A LOS REPARTIDORES.

Sergio caminó de vuelta debajo del puente y activó la sirena de su altavoz, haciendo una señal a los trabajadores que pasaban con su bicicleta sobre la Primera Avenida, para que esperaran y formaran un grupo antes de cruzar. Cuando cinco de ellos se reunieron, Sergio anunció la siguiente salida para el Bronx.

César, Sergio, y otros tres miembros de su familia, todos repartidores de alimentos, han estado haciendo guardia todas las noches por casi un mes. Viven juntos en un lugar cercano y se enteraron de los ataques a través de una página de Facebook que ellos fundaron, llamada “El Diario de los Deliveryboys en la Gran Manzana”.  La iniciaron, en parte, para reportar los robos de bicicletas que habían estado plagando a los trabajadores en el puente y en otros lugares de la ciudad. Sergio mismo perdió dos bicicletas en dos meses. Reportó ambos robos a la policía pero los casos nunca se resolvieron, una experiencia tan común que muchos trabajadores han concluido que llamar al 911 es una pérdida de tiempo.

Perder una bicicleta es devastador para un trabajador de entregas, destruye el salario de varias semanas de trabajo, ya que es la herramienta que necesitan para ganar esos salarios. La bicicleta “es mi compañero de trabajo”, dice César en español a través de un intérprete. “Es la que me lleva al trabajo, es con quien trabajo, y es la que me trae de regreso”. El armazón de su bicicleta está decorado con cinta adhesiva azul obscuro, los radios de las ruedas son azules y tiene tiras de luz LED en la rejilla trasera. Dos banderas mexicanas ondean en el frente. También agregó una segunda batería, ya que la principal solo dura 7 horas y él la conduce rápido y para toda aplicación digital posible, a menudo trabaja desde el desayuno hasta la cena. Mantiene su bicicleta con la ayuda de un mecánico ambulante a quien solo conoce como Su, y quien publica su ubicación en el GPS mientras se mueve por la zona alta de Manhattan. Recientemente, César agregó una cartuchera para su candado de acero tipo “U” de cinco libras en la barra delantera, con el fin de poder sacarlo rápidamente para defenderse en caso de un atraco.

Incluso, antes de que los robos empezaran, los 65,000 repartidores de la ciudad ya habían tolerado demasiado: el fluctuante pago, las largas rutas, la inclemente presión de tiempo obligada por el volátil software, el diario descuido de los conductores, los aguaceros, el brutal calor, y la indignidad de orinar detrás de un basurero porque el restaurante que depende de ti se niega a dejarte usar su baño.  Y todos los días están las banales cosas que las personas ordenan y las insignificantes propinas que reciben; todo mientras te llaman un héroe y evitan el contacto visual. César hace poco condujo su bicicleta desde la calle 77 en el Upper East Side, por 18 cuadras hacia el sur sobre el puente Ed Koch, Queensboro, luego hacia Long Island City y sobre otro puente hacia la isla Roosevelt, para llevar un solo cono de helado por el que no recibió propina. Y ahora se preocupa por perder su bicicleta, que compró con sus ahorros en su último cumpleaños.

Para César y muchos otros repartidores, los robos abrieron la puerta para algo. Algunos empezaron manifestaciones y presión política, asociándose con organizaciones sin fines de lucro y funcionarios de la ciudad para proponer leyes. César y los Deliveryboys hicieron algo más, formaron una guardia civil, similar a aquella que patrullaba San Juan Puerto Montaña, el pequeño pueblo indígena Me’phaa de donde todos ellos son originarios.

Esa noche, el espacio debajo del puente RFK era una improvisada pero acogedora estación de peaje. Debajo de los soportes del puente se colocaron bandejas de aluminio con tacos y frijoles. Las personas que llegaban nunca salían sin que antes se les ofreciera un plato de comida y una Fanta. Las bicicletas estacionadas brillaban de forma festiva. Algunos trabajadores se quedaban solo el tiempo suficiente para un rápido saludo chocando los puños antes de formar el convoy y partir. Pero una cuadrilla rotante de unos 12 se quedaron y conversaron; compartiendo historias sobre quién tuvo un accidente, cómo les va, cómo se han reducido los pedidos últimamente. César, quien quiere ser editor de videos, transmitió en vivo su programa nocturno a la página de los Deliveryboys. Fue una combinación de un boletín de noticias y llamado de apoyo, con César entrevistando a trabajadores, agradeciendo a las personas por donar alimentos, y haciendo un llamado a quienes veían su transmisión, cuyo número está en los miles y se sintonizan desde Staten Island hasta su pueblo en México.

Justo antes de la 1 a. m., un trabajador de entregas llegó en su bicicleta, con su brazo derecho sangrando. La gente se le acercó rápidamente. El trabajador había estado esperando, explicó, en el semáforo en rojo en la calle 110 cuando alguien saltó frente a él con un cuchillo y le pidió su bicicleta. El trabajador aceleró pero su brazo fue cortado con el cuchillo mientras escapaba. Pronto llegó una patrulla de la policía y luego una ambulancia.

El trabajador, con su sangre haciendo un charco en la calle, primero se negó a ir al hospital. Pero los Deliveryboys lo convencieron de que fuera. Sergio y César le compartieron sus números de teléfono y llevaron su bicicleta a casa cuando lo dejaron a las 2 a. m. El siguiente día recogió su bicicleta antes de que los Deliveryboys reanudaran su guardia.

31 de agosto, 8:45 P.M.

Juan Solano hace entregas en Midtown durante las ocupadas horas de la cena.

1.º de septiembre, 6:20 P.M.

Anthony Chávez entrega un helado durante el huracán Ida.

25 de agosto, 4:30 P.M.

Entre los turnos del almuerzo y la cena, los repartidores descansan en un estacionamiento subterráneo que sirve como un improvisado cuarto de descansos.

30 de agosto, 5 P.M.

Anthony Chávez con las baterías para las bicicletas eléctricas que deben cambiarse cada 6 horas.  

27 de agosto, 6 P.M.

En un estacionamiento del lado oeste de Manhattan, los ciclistas recargan las baterías de sus bicicletas eléctricas antes del turno de la cena.

Fotografías por Philip Montgomery

31 de agosto, 8:45 P.M.

Juan Solano hace entregas en Midtown durante las ocupadas horas de la cena.

1.º de septiembre, 6:20 P.M.

Anthony Chávez entrega un helado durante el huracán Ida.

25 de agosto, 4:30 P.M.

Entre los turnos del almuerzo y la cena, los repartidores descansan en un estacionamiento subterráneo que sirve como un improvisado cuarto de descansos.

30 de agosto, 5 P.M.

Anthony Chávez con las baterías para las bicicletas eléctricas que deben cambiarse cada 6 horas.  

27 de agosto, 6 P.M.

En un estacionamiento del lado oeste de Manhattan, los ciclistas recargan las baterías de sus bicicletas eléctricas antes del turno de la cena.

Fotografías por Philip Montgomery

Por años, los repartidores en Nueva York han improvisado soluciones como la patrulla del puente para hacer su trabajo viable. Estos métodos han sido increíblemente exitosos, apoyando la ilusión de las entregas sin límites y sin problemas. Pero cada modificación para hacer tolerables sus condiciones de trabajo, solo motivó a las aplicaciones digitales y a los restaurantes a demandar más de ellos, hasta que el trabajo se convirtió en algo particularmente intenso, peligroso y precario.

Por ejemplo, la bicicleta eléctrica. Cuando las bicicletas eléctricas llegaron a la ciudad a finales de la primera década de este siglo, eran usadas principalmente por inmigrantes chinos que las usaban para continuar trabajando hasta la vejez, dice Do Lee, un profesor de Queens College que escribió su tesis sobre los repartidores. Pero una vez que los propietarios de restaurantes y ejecutivos en compañías como Uber, Doordash, y Samless-Grubhub se dieron cuenta de que era posible hacer entregas más rápido, ajustaron sus expectativas y las bicicletas eléctricas se convirtieron en un requisito de facto para el trabajo.

Hoy en día, los repartidores tienen una marca especialmente preferida: Arrow, esencialmente una bicicleta de montaña operada a batería que puede correr a 28 millas por hora. La nueva Arrow cuesta $1,800 dólares y puede fácilmente exceder los $2,500 dólares una vez que está equipada por los soportes para recargar teléfonos, una segunda batería, bocinas de aire, rejillas, salpicaderas y otras mejoras esenciales. Lo que inició como una asistencia tecnológica para el trabajo de repartidores se ha convertido en una importante primera inversión para empezar a trabajar.

Los repartidores ahora se mueven casi más rápido que nada en la ciudad. Le mantienen el paso a los carros y se escabullen entre ellos cuando el tráfico es lento, siempre atentos de las puertas que abren de los taxis y de los camiones que se incorporan al tráfico. Cualquiera de estos trabajadores diría que saben cómo ir rápido, pero es un riesgo calculado. Ir más lento significa un castigo por parte de las aplicaciones digitales.

Unos días después de que los Deliveryboys empezaron sus guardias en Willis, conocí a Anthony Chávez frente a un moderno edificio de departamentos con fachada de cristales cerca del Lincoln Center. Chávez es como un “influencer” entre los repartidores, a pesar de que su fama no es aparente y de que este chico de 26 años es demasiado reservado para adoptar este rol por completo. Con el deseo de compartir sus trucos únicos y la textura de las entregas en Nueva York, empezó a filmar su trabajo a finales de 2019 y empezó a publicar videos en una página de Facebook que él inició y que se llama “Chapín en Dos Ruedas”, que también significa “Guatemalteco en Dos Ruedas”. Más tarde, sus publicaciones sobre los robos de bicicletas expandieron su audiencia a más de 12,000 personas, pero al inicio eran principalmente los otros seis guatemaltecos con los que vive en el Bronx y que son repartidores. Largos segmentos de sus videos pasan sin diálogo, solo con el rechinido de su bicicleta de fondo y el cambiante tráfico que en ocasiones es señalado con sus consejos: siempre usen cascos, solo escuchen música con un solo audífono, eviten pasarse los altos, y si tienen que hacerlo, miren de ambos lados.

Por alrededor de media semana Chávez trabaja en un negocio de pollos rostizados en Midtown. Le gusta su trabajo; el radio de entregas es un poco mayor de una milla, y la cocina es buena preparando los pedidos. El restaurante le paga incluso cuando un accidente lo saca de circulación. Ni siquiera necesita su Arrow. En cambio, maneja una bicicleta Cannondale operada con pedales. Chávez es un ciclista entusiasta que practicaba BMX en su país y usa un dije de una bicicleta de oro que cuelga de su cuello, lo que más le gusta de su trabajo es andar en bicicleta.

Así era como el trabajo de repartidores funcionaba en toda la ciudad. Un restaurante que hacía comida para entrega a domicilio, como pizza y comida china, empleaba a personas que llevaban la comida a clientes en el vecindario. Los gerentes podían ser crueles y a menudo explotaban el estatus inmigratorio de sus trabajadores con salarios ilegalmente bajos, pero el restaurante también ofrecía albergue, baños y frecuentemente alimentos gratis y un lugar para consumirlos junto a los compañeros de trabajo. Desafortunadamente para Chávez, el negocio de los pollos nunca tiene suficientes horas de trabajo, el resto del tiempo trabaja para las aplicaciones digitales.

Antes de las aplicaciones, sitios como Seamless y Grubhub simplemente anunciaban restaurantes que ofrecían entrega a domicilio. Pero DoorDash y Postmates, que llegaron a mediados de la segunda década del siglo, tenían sus propios repartidores, un ejército de contratistas dirigidos con un software en sus teléfonos. Si un restaurante no ofrecía entrega a domicilio o estaba demasiado lejos, la aplicación simplemente enviaba a otro trabajador independiente a que pidiera comida para llevar y la entregara en la casa del cliente.

La principal razón por la cual los restaurantes no nos dejaban ordenar un solo sándwich de tocino, huevo y queso de un restaurante a 50 cuadras de distancia por un precio diminuto, es que este es un terrible modelo de negocios. Caro, derrochador e intenso; estarían perdiendo dinero con cada pedido. Las aplicaciones digitales prometieron resolver el problema a través de una optimización de algoritmos y escalas. Esto todavía está por ocurrir, ninguna de las compañías son consistentemente rentables, pero por un tiempo resolvieron el problema con dinero. Las aplicaciones digitales, armadas con miles de millones de dólares de dinero de capital de riesgo, subsidiaron lo que ha sido un trabajo adicional de bajos márgenes para la industria restaurantera, hasta que logró imitar a cualquier otra máquina de gratificación al cliente de Silicon Valley. Seamless, que se fusionó con Grubhub y agregó su propia plataforma para trabajos para compartir, fue particularmente directa en su mensaje, publicando simpáticos anuncios en el metro acerca de la entrega a domicilio con cero contacto humano y ordenando pequeños platillos para el hámster.

Las aplicaciones fallaron y se fusionaron, y ahora quedan tres gigantes: DoorDash, Uber Eats, y Grubhub-Seamless. Cada una divide el mercado de Nueva York más o menos de forma igualitaria, y cada una usa el modelo de trabajo a destajo del que Uber fue pionero. Los trabajadores reciben su pago cuando aceptan y completan una entrega, como un sistema de juego de recompensas y sanciones que los mantiene en movimiento: las calificaciones altas se otorgan por estar a tiempo, y las calificaciones bajas por la tardanza con los pedidos, etcétera. Chávez y otros lo llaman el “patrón fantasma”, siempre observando y listo para castigar por las llegadas tarde, pero no se le puede encontrar en ningún lugar cuando se necesitan $10 dólares para arreglar la bicicleta o cuando alguien es golpeado con la puerta de un coche y necesita ir al hospital.

También hay una cuarta aplicación, para la que Chávez y miles de otros trabajan pero de la cual pocos clientes han escuchado, se llama Relay Delivery. Es una compañía privada fundada en 2014 y que principalmente opera en Nueva York. La mejor forma de entender Relay es pensar en la mayoría de las aplicaciones para entrega como dos negocios diferentes: el lucrativo negocio digital donde los clientes hacen sus pedidos y que le cobra a los restaurantes una comisión local y cuotas de publicidad, y el negocio de mucho trabajo, logísticamente complicado (“chungo”, en las palabras del CEO de Grubhub) de llevar la comida al cliente. Relay se hace cargo de lo segundo.

Los restaurantes pueden subcontratar sus entregas a domicilio, sin importar si el cliente ordenó en Seamless o en DoorDash o si llamó directamente al restaurante. Cuando la comida está lista, el restaurante usa la aplicación de Relay para solicitar a un repartidor que debe llegar en menos de cinco minutos. A menudo es más barato para los restaurantes que las otras aplicaciones y es extremadamente confiable.

Esto es en parte porque las recompensas que usa Relay son más grandes y las sanciones son más severas. En lugar de pagar por entrega, paga $12.50 por hora, más propinas. Pero a diferencia de Uber y DoorDash, los repartidores pueden entregar comida a domicilio solo si están en la agenda, y la agenda se diseña otorgando las primeras oportunidades a los repartidores con mejores comentarios. Los repartidores que obtienen una hora de registro muy temprano en la mañana como para registrarse para cubrir el Upper West Side de 5 a 9 p. m., pueden estar seguros que tendrán un pago decente por su jornada de trabajo al día siguiente. Pero si alguien rechazó una entrega o fue demasiado lento, o no estaba en su área designada al inicio de su segundo turno (incluso si es debido a que estaba entregando un pedido de Relay para al turno previo), o si cometió otra misteriosa infracción, la hora de registro se retrasa por 20 minutos. Tal vez, lo único que quede sea Hoboken de 2 a 4 p. m. O peor, puede no haber nada disponible y el repartidor queda relegado al “picoteo”.

Pueden verse en la ciudad, sentados en las bancas viendo sus pantallas, actualizando su agenda esperando por la improbable posibilidad de que un colega tenga que cancelar. Es una situación tan aterradora que cuando uno de los repartidores tropezó con una alcantarilla, salió volando de su bicicleta y sufrió una conmoción cerebral tan severa que estaba perdiendo el conocimiento de forma intermitente y tuvo que ser llevado al hospital, el repartidor se aseguró de que un amigo enviara un mensaje a la compañía explicando por qué no estaba aceptando pedidos. Posteriormente, tratando de subir su calificación, se ofreció como voluntario para trabajar durante el huracán Ida, chocó su bicicleta y fue eliminado de la agenda completamente.

Entonces, mientras que los repartidores de DoorDash y Uber tienen algo de margen para seleccionar los pedidos que llevan, como un tema práctico, los repartidores de Relay aceptan todos los pedidos que se les asignan. Obedecen las instrucciones que aparecen en sus pantallas: No esperes afuera de Benny’s Burritos, no pidas usar el baño, sé “¡súper amable!” con Dig Inn porque es un “cliente VIP”… o de lo contrario, se suspenderá tu cuenta. Sobre todo, tratan de mantener el paso ideal para un pedido cada 15 minutos, sin importar la distancia.

Estas parecerían más las exigencias para un verdadero empleado que para un contratista evidentemente independiente y libre; de hecho, muchos demandantes en litigios colectivos así lo piensan. La compañía ha sido demandada múltiples veces por la errónea clasificación de los repartidores, por robo de propinas y por otras infracciones. La compañía ha llegado a un acuerdo extrajudicial en tres de los casos para evitar un dictamen que pueda destruir su modelo de negocios.

Un vocero dijo que la compañía ha implementado una solución para evitar que los restaurantes unilateralmente expandan sus zonas de entrega, pero actualmente esto solo funciona con las personas que recién se registran en la plataforma. El robo de propinas del que a menudo se quejan los repartidores, ocurre cuando los restaurantes reciben un pedido, luego ingresan la información incorrecta sobre las propinas en la aplicación de Relay, dijo el vocero, y la compañía ha agregado una forma para que los repartidores disputen esto. Ante la intensa presión, la compañía dice que todos los días iguala el número de repartidores con la demanda anticipada, pero hay una gran cantidad de personas en espera que quieren trabajar.

Esto es cierto. Muchos prefieren trabajar para un restaurante, pero son obligados a elegir entre las aplicaciones digitales, Chávez, César y otros, eligen Relay, que dicen que paga mejor y de forma más consistente que los competidores de trabajo a destajo. Ultimadamente, es lo más cercano a un trabajo tradicional. Pero todas las aplicaciones digitales tienen esto en común: las exigencias físicas de mantener el bufet moderno de rápidas opciones de entrega a domicilio, recaen sobre los repartidores.

Película por Danilo Parra por New York Magazine.

Yo seguí a Chávez por la rampa del estacionamiento de la torre de cristal y a la vuelta de la esquina, donde los repartidores han establecido una base subterránea. Las bicicletas eléctricas estaban estacionadas frente a una estantería de madera repleta de baterías cargando, con sus luces parpadeando en rojo y verde. Debajo de la rampa del estacionamiento, cinco repartidores estaban sentados sobre un tubo comiendo su almuerzo debajo de una fuerte luz fluorescente, sus ropas colgadas para secar en otro tubo sobre sus cabezas. Unas 12 personas estaban sentadas en sillas plegables alrededor de una mesa, comiendo de sus platos de poliestireno y jugando con sus teléfonos. Otros tomaban la siesta en los carritos de sus bicitaxis forrados de flores de plástico.

Los estacionamientos como este están repartidos por toda la ciudad, una solución que funciona para remplazar algunas de las necesidades que antes eran cubiertas por los restaurantes. Otra opción para albergue, particularmente en el invierno, es obtener una tarjeta de débito de Chase y buscar refugio en los vestíbulos de las sucursales del banco, para calentarse con un café antes de seguir trabajando. Pero el café deriva en otra importante pregunta: ¿dónde encontrar un baño? El estacionamiento resuelve ambos problemas y otros más, como el almacenamiento de las bicicletas y la recarga de las baterías. Ahora, en lugar del servicio de comida durante las horas muertas antes de la cena, los repartidores se turnan para pedir comida a domicilio y comen en el estacionamiento. (Siempre dan buenas propinas). Chávez paga $120 dólares al mes por su lugar de estacionamiento.

Cada adaptación tiene un costo, la bicicleta Arrow es, por mucho, el costo más grande. El atractivo de la Arrow es la red de tiendas que la venden. Solo venden Arrows, y si alguien tiene una, hacen las reparaciones simples a bajo costo o gratis. Las tiendas también cargan las baterías de repuesto por una cuota mensual. Los baches de las calles de la ciudad son agresivos con las bicicletas y cada noche, justo antes de las ocupadas horas de la cena, los repartidores esperan afuera de las tiendas Arrow mientras los mecánicos abren y reparan los controles dañados por agua y reemplazan las llantas lisas con la misma concentración de una cuadrilla de mecánicos de NASCAR.

Bicicletas, ropa para el frío, estacionamientos, mantenimiento: los costos se acumulan. Los trabajadores incluso pagan por sus propias bolsas térmicas con el logotipo de la marca de las aplicaciones digitales. Así que mientras DoorDash asegura que los repartidores de Manhattan ganan $33 dólares por hora, lo que incluye propinas, cuando se calculan los gastos, los repartidores tienen un pago base de $7.87 dólares por hora, de acuerdo con un reciente estudio sobre repartidores para aplicaciones digitales que fue realizado por el Instituto de Trabajadores Cornell y el Proyecto de Justicia para los Trabajadores. Ninguno de los cálculos incluye el tiempo de espera entre las entregas.

Los trabajadores desarrollaron todo un sistema — las bicicletas, redes de reparación, albergues, estaciones de recarga — porque tuvieron que hacerlo. Para las aplicaciones digitales, ellos son contratistas independientes; para los restaurantes son emisarios de las aplicaciones; para los clientes, ellos representan a los restaurantes. En realidad, los repartidores están solos, a menudo sin el más mínimo respaldo del gobierno. Como contratistas y, a menudo, inmigrantes indocumentados, solo tienen unas cuantas protecciones y virtualmente ninguna red de seguridad. Las pocas ocasiones en que las autoridades señalaron el rol cambiante de los repartidores, fue típicamente con confusa hostilidad. Hasta hace poco, era el ilegal andar en bicicletas operadas con un acelerador, como las Arrow, aunque no era ilegal tenerlas. El alcalde De Blasio resaltó la prohibición en 2017, cuando dijo que las bicicletas eran “un verdadero peligro” luego de que un banquero inversionista del Upper West Side midió la velocidad de los repartidores con una pistola radar y se quejó con el alcalde en el programa The Brian Lehrer Show.

El Departamento de Policía de Nueva York, multaba a los ciclistas con $500 dólares y publicaba fotos de los infractores en Twitter. La policía después les regresaba sus bicicletas porque, como se sabía, era legal tenerlas. Era un ritual confuso y costoso. Por años, los activistas de bicicletas y los repartidores lucharon por la legalización, pero la mayoría de las aplicaciones digitales que se beneficiaban de ellos se mantuvo en silencio. Fue solo cuando otro grupo de compañías de tecnología, con la esperanza de legalizar los escúteres compartidos, se unió a la lucha para aprobar una legislación en Albany. Luego llegó la pandemia, los restaurantes quedaron restringidos a los pedidos a domicilio y el alcalde tuvo que reconocer que las bicicletas eran una parte esencial de la infraestructura de entregas a domicilio de la ciudad. Puso un freno a las multas. Las bicicletas se legalizaron oficialmente tres meses después.

Tal vez, fue la legalización lo que desató los robos. Tal vez fueron las calles vacías debido a la pandemia. Tal vez, fueron todas las personas sin trabajo que necesitaban dinero, o todas las otras personas sin trabajo que se estaban enlistando en la nueva generación Zoom y que de pronto necesitaban bicicletas eléctricas. Todos tienen una teoría. Lo que ocurrió después es una historia bien conocida. Los trabajadores buscaron ayuda con la ciudad, no la obtuvieron, y empezaron a planear cómo encontrar una solución entre ellos.

Chávez no tiene un pasado activista, ni tiene interés en ser un líder. Esas cosas toman tiempo, y él llegó a la ciudad con un plan: trabajar fuerte por cinco años y ahorrar suficiente dinero para comprar una casa en la Ciudad de Guatemala. Muchos repartidores ven el trabajo como algo peligroso pero temporal, con la esperanza de poder salir de la pobreza en sus países. César también tiene un plan: trabajar hasta que pueda comprar una casa para sus padres y para él, y regresar. Las cosas no siempre salen como se planean. Conocen a alguien aquí y empiezan una familia. Descubren que todo el dinero que pensaban ahorrar se va entre las bicicletas, la comida y la renta. La ciudad se vuelve un lugar conocido. Pasan los años.

Esta el caso de Eliseo Tohom, el compañero de vivienda de 36 años de edad de Chávez. Ha estado trabajando como repartidor por 14 años. Chávez le hace bromas en sus transmisiones en vivo. “Eliseo es bien conocido acá en las calles”, dijo cuando Tohom se apareció en el chat. “Así que ya saben las solteras, Eliseo como repartidor ya está buscando una chica para regresarse a Guatemala”.

En octubre pasado, los dos estaban comiendo pizza en Central Park y hablando de los robos. Un compañero del estacionamiento, de 17 años, le estaba quitando el candado a su bicicleta después de entregar una cena en Riverside Drive, cuando dos hombres lo atracaron por detrás. Un tercer hombre tomó su bicicleta y se fue en ella mientras que los otros dos asaltantes se montaron en un automóvil que los esperaba.

Fue el segundo ataque de ese tipo en contra de uno de los miembros del grupo del estacionamiento, y uno más del sinnúmero de ataques que habían escuchado. De acuerdo con los datos del Departamento de Policía de Nueva York, los robos e intentos de robos a repartidores, se incrementaron en un 65 por ciento en 2020, a un total de 331 casos, y están en rumbo a superar dicha cifra este año. Pero esa es solo una pequeña fracción de casos que son reportados a la policía. Los repartidores dicen que a menudo los oficiales los desalientan a presentar reportes y muestran poco progreso para resolver los robos que reportan, al punto que muchos ya dejaron de tomarse la molestia de reportarlos. En contraste a los números del Departamento de Policía de Nueva York, el Proyecto de Justicia para los Trabajadores encontró tras una encuesta que el 54 por ciento de los repartidores de la ciudad ha sufrido el robo de sus bicicletas. Alrededor del 30 por ciento de dichos robos fue con violencia. El grupo dice que recibe aproximadamente 50 reportes de asaltos y robos al día.

Tohom dijo que hizo una colecta para comprarle al chico una nueva bicicleta, pero quería hacer más. Propuso ir al precinto local, tal vez con una docena de personas del estacionamiento y de otro grupo en Midtown, y pedirle a la policía que hiciera algo. Chávez publicó el anuncio en Chapín.

Unas 30 personas llegaron al parque ubicado en la calle 72 y Amsterdam, y montaron sus bicicletas sonando las bocinas hacia el precinto. Ahí, bloquearon la calle, gritando “¡no más robos!” frente a los perplejos oficiales. Eventualmente, salió un oficial que hablaba español. Tohom se le acercó y enumeró robo tras robo — el lunes en 150 Central Park, ayer en la calle 100, otro en la calle 67, cuchillos, pistolas, machetes, robos que habían reportado hacía meses y que no recibieron ninguna respuesta, bicicletas robadas con GPS que la policía se negaba a investigar — mientras la multitud gritaba “Ayúdennos”.

Chávez publicó un video de la escena y se diseminó por toda la comunidad de repartidores de Nueva York. De la noche a la mañana, había obtenido 1,000 seguidores. Al día siguiente, un representante se puso en contacto con el Proyecto de Justicia para los Trabajadores, que previamente había apoyado a los trabajadores de la construcción, y trabajadores domésticos, y había empezado a organizar a los repartidores durante la pandemia. El Proyecto ayudó a presentar el papeleo para una manifestación más formal la semana siguiente. Nuevamente, Chávez la anunció en su página de Facebook. Esta vez, llegaron cientos de repartidores. Chávez transmitió en vivo mientras el grupo sonaba sus bocinas por Broadway con banderas ondeando en sus bicicletas y rumbo al ayuntamiento.

Era la primera vez que tantos repartidores se habían reunido en un mismo lugar y esto detonó la explosión de nuevos grupos. Ahí fue que César conoció a Chávez. Poco después, él y sus primos y tíos lanzaron la página de Deliveryboys. Igual que la página de Chávez, pronto se convirtió en un centro de alertas de robo, pero también fue un lugar para inmortalizar a los trabajadores asesinados y heridos. Cuando el repartidor de DoorDash Francisco Villalva Vitinio fue asesinado a tiros durante el robo de su bicicleta en marzo, los Deliveryboys publicaron videos de las vigilias en Nueva York y del ataúd de Villalva Vitinio cargado por las calles de su ciudad natal en Guerrero, México. Más tarde transmitieron en vivo desde el precinto el día en que el sospechoso fue arrestado.

Pequeños grupos de repartidores habían empezado a formar grupos en WhatsApp y Telegram para compartir información y protegerse entre sí. Pero ahora crearon versiones más formales y grandes con nombres como Alertas para Repartidores (“Delivery Worker Alerts”), Grupo de Emergencia (“Emergency Group”), y Alertas de Robo en la Gran Manzana (“Robbery Alerts in the Big Apple”). En la protesta, los repartidores escanearon códigos QR en los teléfonos de los otros para unirse. Territorios aproximados tomaron forma, con grupos del Upper West Side, Astoria y Lower Manhattan.

“En la calle somos miles de repartidores y si estamos todos conectados podemos ver a los ladrones y actuar nosotros mismos”, dijo Chávez posteriormente a sus seguidores mientras iba en su bicicleta. Únanse al grupo, dijo. Compren un GPS y escóndanlo en su bicicleta; de esa forma, cuando la roben, pueden rastrearla y llamar a sus compañeros repartidores para que les ayuden. Si la policía no les ayuda a recuperar sus bicicletas, tal vez pueden hacerlo ellos mismos.

Fue Gustavo Ajche, un trabajador de la construcción de 38 años de edad y repartidor de DoorDash de medio tiempo, quien contactó al grupo de Chávez después de la repentina manifestación en el precinto y les ayudó a obtener los permisos para una manifestación más grande. Incluso entonces, empujaba al grupo a pensar en grande. Chávez y Tohom querían hacer una marcha al Columbus Circle; Ajche dijo que los robos estaban afectando a todos, así que deberían marchar al ayuntamiento. También quería pensar más allá de los robos, incluir las normas y las mejoras duraderas para las condiciones de trabajo.

Me encontré con Ajche en el número 60 de Wall Street, un ordinario atrio de los ochenta, decorado con palmeras y columnas que a menudo es un lugar de reunión para los repartidores del distrito financiero. El estacionamiento cercano donde Ajche guarda su bicicleta no es tan lindo como el de Chávez, explicó, ya que hay goteras y ratas.

Había alrededor de una docena de Arrows estacionadas afuera, todas con calcomanías rojas y negras con el logo de un puño levantado de Los Deliveristas Unidos. Un entusiasta conversador de rostro abierto, Ajche es un organizador efectivo, y ansioso de expandir el movimiento. Sacó su teléfono y me mostró un nuevo logo de Deliveristas escrito en bengalí — parte de los esfuerzos del grupo es crecer más allá de los repartidores de habla hispana. Pronto harán versiones en mandarín y en francés. Noté una calavera verde con ojos de engranaje en la parte trasera de su teléfono, el símbolo de los Aztecas en dos Ruedas, un club de carreras de ciclistas en callejones formado por repartidores. “Son mis amigos; están con nosotros”, dijo como explicación. Un repartidor, todavía con el casco puesto, empujó una puerta giratoria y saludó a Ajche antes de unirse a un grupo sentado al otro lado del vestíbulo, también amigos de Ajche.

Después del éxito de la marcha de octubre, los Deliveristas planearon una manifestación más grande para abril. En esta ocasión, miles se reunieron en sus bicicletas sonando sus bocinas hacia el ayuntamiento, donde fueron acompañados por representantes del SEIU 32BJ, el poderoso sindicato que respaldó la Lucha por los $15 dólares. En el evento, habló el congresista Brad Lander, quien competía entonces por el puesto de auditor de la ciudad y la senadora estatal Jessica Ramos. Más tarde, el Consejo de la Ciudad presentó un paquete de iniciativas diseñadas a partir de las conversaciones con los Deliveristas que podían establecer un pago mínimo y otorgar control sobre sus rutas, entre otros cambios (probablemente se someterán a votación este mes). En junio, los Deliversitas ayudaron a anular una iniciativa impulsada por Uber y Lyft, que hubiera permitido a los trabajadores independientes formar un sindicato pero no ofrecía prestaciones laborales completas.

Algunas de las aplicaciones digitales también empezaron conversaciones con los Deliversitas. DoorDash anunció que cerca de 200 (de 18,000) de sus restaurantes dejarían a sus repartidores usar sus baños y que la compañía está trabajando en un botón de asistencia de emergencia para su aplicación.

Ajche está lejos de estar conforme. Recordó una reunión por Zoom en la que DoorDash presentó un reconocimiento “top Dasher” para decirles lo maravilloso que era trabajar para DoorDash. Ajche calló al presentador diciéndole que él podía traer a 500 personas con quejas. “Y nos tienen miedo”, dijo. “Piensan que nos queremos sindicalizar”.

Más tarde en junio, alrededor del tiempo en que César y los Deliveryboys estaban empezando sus guardias en el puente de la avenida Willis, Ajche y otros Deliveristas se reunieron con el jefe del Departamento de Policía de Nueva York, Rodney Harrison, quien acordó designar a un oficial para actuar como intermediario con los trabajadores e incrementar la seguridad en los puentes.

El progreso es lento. El Departamento de Policía de Nueva York dijo que alienta a las personas a registrar sus bicicletas con el departamento y llamar al 911 si sus bicicletas son robadas. Pero el departamento es una organización enorme, con una inercia tremenda y poca comprensión de lo que requiere el trabajo moderno de entregas a domicilio. “Lo que hemos estado haciendo es conquistar precinto por precinto”, dijo Hildalyn Colón Hernández, a quien el Proyecto de Justicia para los Trabajadores trajo para gestionar las relaciones con la policía y la política. Colón Hernández, quien previamente trabajó en una fuerza de trabajo contra los fraudes en la construcción para la oficina de la fiscalía general de Manhattan, recordó un intercambio reciente en el que ella estaba presionando a un oficial para investigar el caso de una bicicleta robada y el oficial esencialmente dijo: “¿Cuál es la gran cosa? Es solo una bicicleta”. Colón Hernández le dio una explicación: primero, es su herramienta; si pierden esa herramienta, no trabajan mañana. Segundo, probablemente costó alrededor de $3,000 dólares. “Ese patrullero me miró de forma muy diferente”, dijo. “Fue como, ‘Espera. ¿Es esto un hurto mayor?’”.

Ella ha estado teniendo conversaciones como esta con toda la burocracia de la ciudad. Por ejemplo, el puente de la avenida Willis. Primero tuvo que hablar con los precintos en ambos lados del puente porque la ciudad divide la jurisdicción justo en el medio. Luego vinieron las cámaras, que los trabajadores se quejaron de que no servían, aunque había un letrero del Departamento de Policía de Nueva York que decía que el puente está bajo vigilancia las 24 horas, cuando iban a la policía a pedir los videos de sus asaltos, les respondían que dichos videos no existían. Pero las cámaras funcionaban bien; solo que estaban apuntando a los carros, no al sendero para bicicletas. Para cambiar eso, Colón Hernández tendrá que buscar a alguien en el Departamento de Transporte y explicarles por qué es urgentemente importante que cambien las cámaras en un puente.

Chávez y los Deliveryboys casi no van a las reuniones. Enfatizan su independencia y expresan su escepticismo de que alguien — la policía, los funcionarios de la ciudad, y en ocasiones incluso los Deliveristas — les ayudarán. Chávez se considera como un simple chico con una página de Facebook. Juan Solano, el tío de César y el más expresivo de los Deliveryboys, ve la distinción entre “política”, que es inútil, y lo que están haciendo, que es “organizar a nuestra gente” para ayudarse entre sí.

Ajche entiende la cautela. “En nuestros países, las organizaciones aparecen, prometen hacer cosas y nunca dan resultados”, dijo. Y no es que hayan tenido mucha ayuda de las instituciones aquí tampoco. Sin embargo, está palpablemente frustrado por la resistencia. “Yo pienso que si llegase a cambiar su mente, sería bueno. Pero tienen el potencial, porque ahí han hecho sus cosas, pero el nivel en el que ellos quedan, cuando ya no pueden pasar más, dicen no a los contactos con los políticos”.

Ajche señaló que a principios de este año los Deliveryboys le dijeron a sus seguidores que llenaran la aplicación digital de Relay con una acusación, que podían cortar y pegar, sobre el sistema de calificaciones de la compañía, las largas rutas y las propinas desaparecidas. “Los repartidores ya estamos cansados de tanta injusticia”, dijo, amenazando con “paros laborales sin previo aviso”.

“¡Es lo mismo que estamos tratando de hacer!”, dijo Ajche.

No mucho tiempo después de la amenaza de dejar el trabajo, Relay agregó el botón “DISPUTE TIP” (disputar propina). Fue una victoria, pero una victoria parcial. Para usar esta función se requiere que los repartidores sepan la cantidad exacta que un cliente dejó como propina, y muchos no tienen las habilidades del idioma para preguntar. Juan está pensando en hacer tarjetas en inglés para poderle mostrar a sus clientes lo que ellos necesitan saber.

27 de agosto, 6 P.M.

Anthony Chávez se prepara para salir antes del turno de la cena.

27 de agosto, 9:20 P.M.

Los repartidores guardan sus bicicletas en el estacionamiento durante la noche y se preparan para tomar el metro de regreso a casa.

30 de agosto, 11 P.M.

César Solano en el puente de la avenida Willis, el día de su cumpleaños al final de su jornada de trabajo.

30 de agosto, 11:30 P.M.

Los ciclistas esperan a formar un grupo más grande antes de cruzar el puente de la avenida Willis.

30 de agosto, 11:30 P.M.

Un repartidor en el puente de la avenida Willis.

4 de septiembre, 6 P.M.

Juan Solano en su departamento de dos recámaras que comparte con otros cinco repartidores.

Fotografías por Philip Montgomery

27 de agosto, 6 P.M.

Anthony Chávez se prepara para salir antes del turno de la cena.

27 de agosto, 9:20 P.M.

Los repartidores guardan sus bicicletas en el estacionamiento durante la noche y se preparan para tomar el metro de regreso a casa.

30 de agosto, 11 P.M.

César Solano en el puente de la avenida Willis, el día de su cumpleaños al final de su jornada de trabajo.

30 de agosto, 11:30 P.M.

Los ciclistas esperan a formar un grupo más grande antes de cruzar el puente de la avenida Willis.

30 de agosto, 11:30 P.M.

Un repartidor en el puente de la avenida Willis.

4 de septiembre, 6 P.M.

Juan Solano en su departamento de dos recámaras que comparte con otros cinco repartidores.

Fotografías por Philip Montgomery

En comparación al tedioso progreso de la burocracia en Nueva York, cuando se trata de robos, la autodefensa ofrece resultados inmediatos: una bicicleta recuperada, un ladrón arrestado, un puente defendido.

Chávez aconseja a los repartidores que guarden una foto de su bicicleta en su teléfono. Si la roban, pueden enviar esa foto al grupo y frecuentemente otro trabajador identificará a alguien tratando de venderla en la calle. La persona que la identifica manda la ubicación y luego pretende ser un comprador interesado — “Hola amigo, ¿cuánto quieres por eso?” — hasta que llega el refuerzo y sutilmente rodean a las dos personas antes de acercarse. Idealmente, una docena de repartidores los rodean, el sospechoso se da por vencido pacíficamente y regresa su bicicleta a su propietario.

Pero no siempre es así. En junio, un grupo del Lower East Side vio a alguien vendiendo una bicicleta robada en Lafayette, pero el sospechoso se montó en la bicicleta y escapó. El grupo lo persiguió por varias cuadras antes de derribarlo en Delancey. En ese punto, la policía se dio cuenta y detuvo al sospechoso. Cuando el dueño de la bicicleta llegó, metió ceremoniosamente su llave en el candado, que colgaba del armazón, lo abrió y estallaron los aplausos.

Dos semanas después un repartidor de Relay llamado Ángel López estaba pasando por Amsterdam cargando una cena del restaurante Celeste cuando notó a alguien tratando de abrir el candado de una bicicleta con una sierra eléctrica, sacando chispas. Se detuvo, sorprendido. Mientras debatía qué hacer, trabajadores de un restaurante chino cercano se aproximaron de prisa, armados con sillas de la zona para cenar al aire libre, y empezaron a golpear al ladrón que respondió amenazando con su sierra eléctrica. La situación continuó hasta que el ladrón, disuadido, se dio a la fuga. López envió una alerta a su grupo, Upper Furious, y lo siguió a la distancia.

“Si lo dejo ir, simplemente se va a escapar, igual que todos los otros”, pensó. López se topó con otros dos repartidores y les dijo lo que estaba pasando. Se le unieron en una cuidadosa persecución. Periódicamente, el ladrón volteaba y les gritaba, “sigan persiguiéndome. Tengo algo para ustedes”, indicó López, y se preguntaban qué querría decir, si tal vez tenía una pistola en su mochila y los estaba llevando a un lugar con menos gente.

El hombre se detuvo junto a otra bicicleta con candado y empezó de nuevo con su sierra eléctrica, amenazando a los trabajadores cada vez que se acercaban. “Esa cosa nos puede cortar la cara”, recordó López. Una vez liberada la bicicleta, el ladrón empezó a pedalear y se alejó.

Ahora había unos 10 repartidores y empezaron a perseguir al ladrón tratando de tirarlo de la bicicleta mientras él trataba de herirlos con su sierra. López dijo que pasó una patrulla de policía y le pidieron ayuda pero sin resultado.

Llegaron a una pendiente que bajaba hacia el parque Riverside, y algunos trabajadores aceleraron sus bicicletas para rebasar al ladrón. Rodeado, se bajó de la bicicleta, blandió su sierra y le lanzó el candado roto al grupo que se había reunido. Pero al tirar el candado, perdió el control de la sierra, la cual cayó al suelo. En ese momento llegó la policía, pasaron entre los trabajadores y detuvieron al sospechoso en el suelo con un grado de fuerza que provocó la ambivalencia en López. “Llegó al punto en que estaba diciendo ‘No puedo respirar’ — ya sabes, esas palabras famosas”, recuerda. Algunos de los otros trabajadores gritaron que se lo merecía. “Se podía sentir la rabia en el aire”, dijo López.

Él no se pudo quedar para hablar con la policía. Ya estaba 30 minutos tarde con su pedido y preocupado de que Relay lo fuera a desactivar. “No eres un superhéroe”, imaginó que le diría la compañía. “Solo entrega la comida”. El sospechoso fue acusado formalmente de intento de robo, posesión de un arma, hurto menor y resistencia al arresto.

Estas emboscadas ad hoc le preocupan a Colón Hernández. Ella cree que algunos de los ladrones están organizados, posiblemente transportan las bicicletas fuera del estado. A menudo están armados. Los repartidores han sido apuñalados y atacados con fuegos artificiales cuando tratan de recuperar sus bicicletas por ellos mismos. Perseguir y aprehender a todos los ladrones de la ciudad es algo que no es sostenible y es peligroso.

“La primera vez funciona. La segunda vez tal vez funcione. ¿Qué pasará cuando en la tercera vez alguien resulte muerto? ¿O cuando alguien se lastime por estar persiguiendo a personas a muy alta velocidad?”, dijo. “Yo he estado diciéndole esto al Departamento de Policía de Nueva York: un día voy a recibir una llamada que no quiero recibir”.

Una noche de un viernes en julio, Nicolás estaba regresando a la calle luego de dejar una pizza cerca del parque Madison Square cuando vio que su bicicleta había desaparecido. “¿Qué voy a hacer?”, pensó. “¿Cómo voy a trabajar?”.

Originario de Puebla, México, Nicolás, de 42 años de edad (que, temiendo las represalias del ladrón solicitó el uso de un seudónimo), trabajaba para enviar dinero a sus cuatro hijos, a quienes no ha visto desde que cruzó la frontera hace 12 años. Entre más trabajara, más pronto podría regresar, y ha trabajado mucho: un turno a las 5 a. m. limpiando una pizzería, luego haciendo entregas para un restaurante o para DoorDash.

Llamó a su hermano, otro repartidor, y le pidió que pusiera una foto de su bicicleta en el WhatsApp de los Deliveryboys. Una hora después, recibió una pista: alguien había visto su Arrow decorada con cinta turquesa, siendo llevada a un edificio de departamentos en el Bronx. La persona que le dio la pista siguió al hombre, lo filmó y anotó la dirección. Nicolás se subió al metro y se dirigió al lugar.

Se encontró con otros cinco repartidores del grupo de WhatsApp que habían venido a ayudarle. Parado frente al edificio, Nicolás llamó al 911 y le dijeron que esperara una patrulla, así que espero. Y esperó. Después de la medianoche le dio las gracias a los otros que estaban con él y les dijo que se fueran a casa.

Tres días después, cuando ya había dado su bicicleta por perdida, uno de los repartidores que lo había acompañado el viernes, se comunicó con él. Otra bicicleta había sido robada y había sido rastreada al mismo edificio. Un grupo se estaba reuniendo para recuperarla.

Cuando los dos llegaron, encontraron a unos 15 repartidores parados frente al edificio. César estaba ahí con un contingente que había llegado desde el puente de la avenida Willis. Chávez estaba ahí también. Nicolás se presentó.

César y Chávez habían sido llamados al lugar por el dueño de la bicicleta, Márgaro Solano. A diferencia de la bicicleta de Nicolás, la de Márgaro contaba con un GPS. Al ver que su bicicleta había sido llevada al Bronx, él y su esposa — quién salió de su trabajo en un restaurante para ir a ayudar — inmediatamente se dirigieron al lugar. Confirmaron que era el lugar correcto al obtener los videos de seguridad del edificio, que mostraban al hombre — el mismo que había sido filmado llevando la bicicleta de Nicolás — cargando la bicicleta de Márgaro en las escaleras hacia su departamento. Podían escuchar la alarma de la bicicleta de Márgaro a través de la puerta.

Después de que Márgaro no pudo obtener ayuda del precinto cercano, llamó a Chávez, que le envió un mensaje de texto a César, quien puso el llamado en WhatsApp. Para cuando Nicolás llegó, el grupo ya había regresado al precinto, sin lograr obtener ayuda, y decidieron hacer guardia.

En lugar de correr el riesgo de una confrontación dentro del edificio, Chávez y los otros decidieron que la estrategia más segura era esperar que el ladrón saliera y pedirle que regresara sus bicicletas. Dos repartidores se quedaron fuera de la entrada del edificio, mientras que otro permaneció en el vestíbulo. El resto se quedó en la acera afuera, conversando. La guardia fue la primera vez que la mayoría de ellos se conocieron en persona.

Alrededor de la medianoche, la conversación giró sobre lo tarde que era y cuándo decidirían partir por la noche. Muchos habían venido directamente del trabajo, saltándose la cena. Y entonces salió, el mismo hombre de los videos. Los trabajadores en la calle observaron mientras abría la puerta del vestíbulo y salía a la calle.

El grupo lo siguió por una cuadra, tan sigilosamente como pueden hacerlo una docena de hombres en bicicletas eléctricas. Después de la segunda cuadra, se bajaron y lo rodearon en la acera.

Para ser una justicia justiciera, esta fue una confrontación contenida. Nadie tocó a nadie. Los trabajadores, con sus rostros cubiertos con máscaras, se mantuvieron a distancia en un círculo y pidieron el regreso de sus bicicletas; el hombre les sacaba por lo menos dos cabezas de estatura. Chávez estaba filmando y César transmitiendo en vivo. Nicolás se quedó al margen, observando.

Para sorpresa de César, el hombre le preguntó cuántas bicicletas habían venido a buscar.

Dos, respondió.

Cuando el ladrón les pidió $1,000 dólares para devolvérselas, los trabajadores empezaron a gritar. “¡Muéstrale! ¡Deja que vea!”, gritaron en español. “La cámara te estaba viendo”, le dijeron en inglés. Chávez dijo que no querían problemas y no llamarían a la policía si el hombre les regresaba las bicicletas — era un engaño. Chávez sabía que la policía no vendría. El hombre no se rindió.

Un repartidor sostuvo su teléfono hacia el sospechoso y le mostró el video de seguridad. Vio el video de él mismo cargando las bicicletas por la escalera. Luego lo volvió a ver. Hizo una pausa, lo pensó y acordó en devolverles las bicicletas. El grupo formó una escolta en Grand Concourse, el sospechoso rodeado de repartidores a pie que estaban rodeados de otros que avanzaban lentamente en sus bicicletas.

El caos se desató cuando entraron al edificio. Un conocido del hombre bloqueó la entrada de los repartidores mientras trataban de asegurarles que traerían las bicicletas abajo. Sin estar convencidos, empujaron para seguir adelante hasta que todos — los dos hombres seguidos por César, Chávez, Nicolás, Márgaro, y varios otros — empezaron a subir las escaleras. Conforme se acercaban al quinto piso, podían escuchar la alarma de la bicicleta. Nicolás estaba tan entusiasmado con el prospecto de recuperar su bicicleta que no tenía miedo. Uno de los hombres mantuvo a los repartidores a distancia mientras que el otro trajo la bicicleta de Márgaro con sus faros parpadeando y luego la de Nicolás. César alcanzó a ver otras dos bicicletas adentro antes de que los hombres cerraran la puerta.

“¡Gracias!”, gritó un trabajador en inglés conforme el grupo bajaba las escaleras con las bicicletas. Gracias. “Vámonos, compañeros. Ya, dos bicicletas. Veníamos por una, salimos con dos”, siguió diciendo en español. “Vamos a decirle al precinto que nosotros la pudimos sacar. Pues la policía no sabe hacer su trabajo”.

César estaba sosteniendo la parte trasera de la bicicleta y todavía transmitiendo en vivo cuando alguien lo agarró por detrás. En el video, el conocido del sospechoso se escucha gritando que le debían dar una recompensa por ayudarles. César le dio un codazo al asaltante y se liberó, y corrió por las escaleras para alcanzar a los otros enfrente del edificio. Montaron sus bicicletas y se fueron a toda prisa, todos juntos en el carril para ciclistas.

Al día siguiente, Chávez le dijo a Colón Hernández lo que había ocurrido y le envió la evidencia que habían recopilado. Ella vio el video de la redada con consternación — imprudente, peligroso, sin un plan — y luego trabajó el sistema a su manera. Había terminado el proceso de presentar el reporte de policía para Nicolás y permaneció con los detectives. Involucraría al nuevo intermediario para repartidores. Tres semanas después de que las bicicletas fueron recuperadas, el sospechoso fue arrestado y acusado formalmente de hurto menor y posesión criminal de propiedad robada.

Pero los repartidores no supieron nada de eso esa noche. De hecho, no supieron del arresto sino hasta que yo les dije. La noche que recuperaron las bicicletas, tenían pocas razones para creer en la justicia. Fue su propio trabajo de investigación el que logró el éxito cuando el sistema les había fallado.

Después de que se habían alejado del edificio en sus bicicletas, Chávez firmó una transmisión de noticias fuera de una bodega. Era una mezcla de rabia y de triunfo.

“La policía no hizo nada”, narró Chávez mientras Nicolás sostenía los papeles que le habían dado en el precinto días antes. “¿Qué acuerdo llegamos con la policía que nos va a apoyar cuando nos roben una bicicleta y todo? Y pues no hacen nada. Entonces que no se comprometan a nada y nosotros mismos nos organizamos y recuperamos nuestras bicicletas.”.

No se quedaron mucho a tiempo a celebrar su victoria. Era tarde y tenían que trabajar en la mañana. El turno de madrugada de Nicolás empezaría en solo cuatro horas. Se montó en su bicicleta y se apresuró a casa para descansar un poco.

*Una versión de este artículo aparece en el número del 13 de septiembre de New York Magazine. ¡Suscríbase ahora!

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